martes, 6 de diciembre de 2011

EL LADO FRANCÓFILO QUE ME TRANSMITIÓ MI MADRE

Mientras camino por las calles de Marsella, recuerdo a mi madre cantando la Marsellesa:
"Allons enfants de la Patrie,
Le jour de gloire est arrivé!
   Contre nous de la tyrannie... " 



Estoy segura de que ella la cantaba por solidaridad con la resistencia francesa durante la ocupación alemana y contra los colaboracionistas de Vichy, aunque sabía perfectamente de donde venía. Mi madre era así, culta y de gran solidez en sus convicciones. Fiel alumna de Don Miguel de Unamuno pero con cierta debilidad por Francia.
Con su tararear en la cabeza recorro las calles del puerto más antiguo y más importante del mar Mediterráneo. Cada cierto tiempo me detengo a mirar las vitrinas de los anticuarios de la rue de Paradis, compruebo con asombro que la mayoría de los adornos con los que conviví durante mi infancia salieron de esta calle y atravesaron el Atlántico en la maleta de mi bisabuelo corso.
Más tarde, recorro el Viejo Puerto y comprendo la dimensión de la palabra mestizaje, creo que solo en Marsella se siente esa diversidad de la que tanto hablamos y decimos que añoramos. Esta imponente ciudad es la más cosmopolita que he visitado porque escapa de la aparente uniformidad de Nueva York.
Frente a ese inmenso puerto, no muy lejos en el mar, está la isla de If en cuyo bello castillo estuvo preso el Conde de Montecristo, así nos lo contó Dumas. Viendo su silueta a la distancia vuelvo a recordar a mi madre que nos fue pasando todas las novelas que debíamos leer, las que nos hicieron lectores constantes. Capítulo aparte fueron para mi las de Emilio Salgari, todavía sueño con Emilio di Roccabruna, señor de Ventimiglia, el gran Corsario Negro.

Sólo subiendo hasta la Basílica de Nuestra Señora de La Guardia, a 154 metros de altura, se puede apreciar el verdadero tamaño del puerto de Marsella y cómo se adhiere fuertemente a la larga costa del Mediterráneo. Desde lo alto, acodada en los miradores, no me canso de escudriñar el pedazo de enjambre que puede crear el hombre.
A la izquierda la vista se suaviza con las curiosas y famosas calas (calanques), con sus rutas estrechas por donde se camina haciendo equilibrio al borde de abismos escalofriantes que terminan en agua cristalina y mediterránea. Justamente, algunos de esos canales entre rocas fueron refugio de submarinos durante la Segunda Guerra.

Ya de vuelta a la ciudad retomo el recorrido de las calles que puede ser interminable. Son interesantes y divertidas, son un monumento al encuentro de diversas culturas. De repente siento ese leve olor a limpio de las gavetas donde mi madre guardaba su lencería, voy olfateando hasta dar con el origen. Ahhh, el Savon de Marseille. Prefiero el de lavanda