EL CAMINO DE SANTIAGO, EL ROMANO
El ojo de los que nacemos en el trópico se acostumbra desde pequeño a un verde retumbante, caminamos por nuestras selvas tropicales sin asombrarnos por la luminosidad de la naturaleza que nos rodea. Damos por sentado que nuestro verde es el verde.
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Bajos de Guaraúnos |
Si uno tiene la suerte de recorrer los bajos de Guaraúnos en la Península de Paria, uno de los lugares más bellos que conozco, se encuentra con inmensos árboles de troncos gruesos cuyas copas se tocan casi llegando al cielo. Esas son tierras de los indios guaraos quienes celosamente cuidan esos troncos por donde se trepan toda una variedad de malangas y heliconias que harían rebotar el corazón de cualquier botánico.
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Sierra de Turimiquire |
De hecho, los profesores Humboldt y Bonpland no ocultaron su emoción cuando recorrieron la serranía de Turimiquire, cercana a Guaraúnos pero trono de los indios cumanagotos, que también forma parte de los santuarios verdes que abundan en Venezuela.
Un poco más al norte, atravesando el Mar Caribe, en la isla de Puerto Rico, hay otro lugar verde que me encanta. El Yunque es una selva lluviosa y bonita, montaña mágica de los indios taínos y poderoso pulmón vegetal. Subir El Yunque es una experiencia maravillosa y bastante húmeda.
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Bosque Tropical de El Yunque |
Ese verde así, como lo describo y muestro, no se ve en Europa.
En Roma suelo ir al Parque Villa Borghese que está al norte de la ciudad. Los parques romanos no crecen salvajes como los nuestros ya que casi siempre fueron planificados como inmensos jardines de casas privadas que luego pasaron a ser parte de la comunidad.
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Árboles en el Parque Borghese |
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Gazebo en el Parque Villa Borghese |
Los romanos disfrutan mucho el Parque Borghese porque es como un remanso de paz. Hasta su verde lo confirma, sedado, un verde sosegado y consolidado. En el Borghese uno camina entre los característicos árboles italianos y cada cierto trecho se encuentra con un bonito monumento neo-clásico.
¿Y que tiene que ver el camino de Santiago en todo esto?
Santiago es mi nieto italo-venezolano que ya camina por los senderos de paz del Parque Borghese y que en algún momento tendrá que enfrentar la selva del trópico, su trópico. Sus ojos se adaptaran a los dos verdes como ya comienza a balbucear en las dos lenguas.
(Fragmentos de LAS SILUETAS DEL FUEGO en El Yunque)
Volteo hacia afuera, vamos bordeando la costa por una carretera un poco solitaria a esta hora de la mañana pero que seguro se llenará de bañistas hacia el mediodía. Marisa prefiere esa vía más larga en vez de la autopista para que yo vea el mar y la playa de Luquillo.
-No es lo suficiente pero si lo veo importante para mi recuperación.
-¿Te es suficiente con ese respeto?- vuelvo a clavar la daga.
Me gusta mucho Marisa como interlocutora. Pareciera como si mi amiga hubiera asumido sus problemas como una enfermedad.
Viramos hacia adentro dejando el Atlántico a nuestras espaldas. Ahora si vamos en pos del bosque húmedo, me dice mi amiga, que sigue nuestra conversación pendiente de la ruta y pendiente de las nubes.
-Aquí todo viene del cielo- me cuenta Marisa cuando voltea hacia arriba por cuarta vez- por eso nuestros antepasados taínos utilizaban estas montañas para sus viajes espirituales- continúa- debemos esperar mucha agua además de gran variedad de plantas.
Llegamos a El Portal que es la entrada del bosque y seguimos subiendo, Marisa me informa que podemos llegar en el auto hasta bastante alto y allá arriba caminaremos un poco. Vamos subiendo y unas gotas gruesas comienzan a caer en el parabrisas, volteo hacia Marisa que por un instante suelta ambas manos del volante en un gesto hacia arriba para mostrar lo que verdaderamente cae del cielo sobre la selva lluviosa. Seguimos subiendo por una carretera empapada por la lluvia, vamos con calma por miedo a un resbalón y rodeadas de un verde absoluto.
-Tengo raincoats en la maleta, no te preocupes, caminaremos seguro.
Asiento con la cabeza porque veo el bonito espectáculo que hay afuera. Subimos y subimos mientras la lluvia arrecia, comienzo a limpiar el vidrio con un kleenex que encuentro en la guantera porque voy preocupada por la visibilidad de Marisa y estoy deseosa de ver hacia afuera. Después de un tiempo que se hace eterno llegamos a un estacionamiento.
-Me parqueo aquí y me esperas, voy a sacar los raincoats para llegar hasta un shelter que está cerca.
Marisa se pone más bilingüe en su isla.
Cuando abre mi puerta desde afuera me lanza uno de esos ponchos de plástico con capucha que me coloco y salgo. Corremos hacia una cabaña donde hay otros refugiados esperando que escampe mientras toman café. Marisa se detiene en la puerta para hacer un inventario rápido del lugar y me hala hacia la mesa más distante, una junto a un ventanal de cristal que es lo único que nos separa de la tupida selva.
Mientras contemplo extasiada la lluvia que cae sobre la vegetación, Marisa busca dos cafés pues tiene la intención de leerme frente a este chapoteado paisaje la llegada de los Jiménez a Puerto Rico. Engancho el impermeable que chorrea agua en un colgador que hay en la pared y me acomodo con gusto en la silla, a la espera de esta nueva etapa. Volteo hacia mi amiga y la distingo en animada conversación con un hombre apuesto que le pone una mano en el hombro mientras atiende a la conversación.
Regresa cuando el amigo se va hacia otra mesa donde lo espera una mujer, se sienta ya con sus cuartillas en las manos para comenzar a leer, pero comenta.
-Me alegra ver que Joe está feliz. Cuando uno está en esas etapas que no sabe lo que quiere es muy fácil llevarse a alguien en los cachos.
Me le quedo mirando con cara de no entiendo nada para que me aclare.
-Andábamos juntos, Joe y yo, cuando me separé de Luis, estábamos como muy enamorados pero yo no lo resistí y volví a mi casa. Siempre me quedé con ese remordimiento de haberle hecho daño, pero ya ves, se casó ahí mismito.
-Los hombres se consuelan en un instante- doy mi opinión- inclusive a veces tienen paralelamente quien los consuele por si acaso.
-No quisiera que te amargaras. Sería una tristeza- me amonesta mi amiga y sé que lo hace por mi bien.
Alargo mi mano hacia la de ella para asegurarle que estoy tratando, que lucho todavía con la rabia. Ella voltea a ver a su amigo de nuevo quien está lanzando sonoras carcajadas mientras la esposa le acaricia una mejilla.
Marisa quita la mirada de ellos y se acerca a mi a través de la mesa para decirme quedo:
-Hubiera deseado que todavía estuviera penando por mi... y ahí está: casado y feliz.
Volteo a verlo de nuevo y contesto en el mismo tono:
-Yo también desearía que algún hombre llorara por mi. Anda lee.
Mi amiga comienza a recoger sus papeles y entre ellos encuentra algo que la detiene. Observa la hoja que tiene en la mano y me dice que desea leerme algo. La escucho.
-Número Uno: “¿Cómo puedes tu ser estrella de la tarde y del amanecer?”
Me quedo quieta porque conozco lo que está leyendo y sé que viene más. Marisa continúa con “Sólo tú”.
-Número Dos: “¿Cómo tú, mujer mía, puedes ser al mismo tiempo estrella de la tarde y estrella del amanecer?”
Me pregunto hasta donde quiere llegar Marisa.
Se detiene, revisa el texto que está en sus manos y continúa:
-Número Tres: “Sólo tu, mujer mía, puedes ser tranquila estrella de mi tarde, estrella inquieta de mi amanecer”.
-Los poemas que le escribió cuando estaba operándose en Boston- digo ensimismada- forman parte de “De ríos que se van”.
-Si, esos mismos que compuso cuando empezó a llorar por ella.
("Sólo tu",de Juan Ramón Jiménez para Zenobia Camprubí)