COLÓN COMPRENDIÓ QUE HABÍA LLEGADO AL PARAÍSO
Nunca pensé vivir en el campo. Mis padres eran personas muy urbanas para quienes la naturaleza no iba más allá de lo que sucedía en el jardín de nuestra casa. Los animales eran los pájaros que venían a comer en los comederos colgados del inmenso ébano al fondo del patio, las carpas que navegaban dentro de la pileta construida cerca del naranjo y los perros y gatos que vivieron en la casa durante diferentes etapas. Más nada, las idas al campo que seguro habían hecho durante su infancia y adolescencia desaparecieron de sus memorias en algún momento. Siempre que nos llevaron de viaje de vacaciones fuimos a otra ciudad.
A mi me pasó exactamente igual e hice lo mismo con mis hijos. Se nota que era una forma de ser nuestra que no reconocíamos, ni nos dábamos cuenta. Hasta que en 1996 se murieron mis padres con una diferencia de siete meses, fue un año terrible para todos nosotros, pero a mi, además, junto con la tristeza, me comenzó a interesar cambiar de escenografía, fue algo que surgió lentamente, un día pensaba que me gustaría sembrar la tierra, así de básico, y otro me sentía con ganas de menos ruido. Fueron un cúmulo de circunstancias que se fueron acumulando: ya uno de mis hijos estaba trabajando en el exterior, el otro se estaba graduando en la universidad, y mi hija ya se resolvía su vida ella sola.
Así estaban las cosas, yo deseando irme pero sin decidirme definitivamente, no sabía ni como ni para donde, hasta que a finales de 1998 sucedió algo que me hizo salir corriendo: a mi hijo le hicieron un secuestro express. Casi nunca hablo de eso para no revivir la agonía de las horas durante las cuales no supimos de él.
Afortunadamente apareció sano y salvo pero yo comprendí que mi tolerancia con Caracas había llegado al límite y me fui.
Lo que si fue una gran suerte es haber escogido a la Península de Paria como mi nuevo destino, no hay otro lugar en Venezuela que contenga todos los ambientes dentro de un espacio manejable. Están las maravillosas playas hacia el norte, está la selva tropical hacia la punta de la península, están los primeros caños con la rica naturaleza deltana hacia el sur y está la selva lluviosa en las pequeñas montañas que son el final de la cordillera. En Paria hay de todo, pero sin duda que lo mejor es su gente. Los orientales son las personas más amables y alegres de toda Venezuela.
Toda esta reflexión se debe a que ayer conocí el trabajo muy bueno de unos amigos fotógrafos de Carúpano, quienes con su amabilidad natural me enviaron sus fotografías. Aquí pongo algunas de las fotos de Eva León y Beto Milano para que las disfruten.
2 comentarios:
Yo también era urbana, el Ávila era mi contacto con la naturaleza. Pero ahora vivo en un pueblo de playa en Barcelona, España. Disfruto del silencio, hacerlo todo a pie y conocer a la mitad de los transeuntes que me cruzo, casi voy saludando como miss Venezuela.
Las fotos de este post una delicia, así nuestro país parece el paraíso.
Un placer conocer tu blog, me lo recomendó una tía. Yo tengo uno de cocina dulce.
Un abrazo,
Ana C.
Gracias por tu comentario, sospecho que vives en el pueblo de playa en Barcelona donde me gustaría vivir.
Algo así como Blanes, el pueblo de Bolaño.
Tu blog es bien dulce, se alborotan las papilas, lo seguiré revisando.
Un saludo,
Elisa
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